Lun. Abr 29th, 2024

La vela y los fósforos – Jeannette Núñez Catalán

Era quién acompañaba a mi madre a casi todas las actividades desde que quedó viuda.
Me convertí en algo así como un “comodín”. Más bien dicho: me creyeron. Si hay algo que me sobra, por todo lo que me falta, es paciencia. He escuchado a mi madre, al ser la directora de la empresa, cómo poco escucha y si da las directrices para invadir con el producto que fabrica desde que el tiempo es tiempo…

La Palabra es una Llave

Jeannette Núñez Catalán

escribejeannette@gmail.com

Era quién acompañaba a mi madre a casi todas las actividades desde que quedó viuda.

Me convertí en algo así como un “comodín”. Más bien dicho: me creyeron. Si hay algo que me sobra, por todo lo que me falta, es paciencia. He escuchado a mi madre, al ser la directora de la empresa, cómo poco escucha y si da las directrices para invadir con el producto que fabrica desde que el tiempo es tiempo…

Cuando era pequeño recuerdo me tenían dos nanas, me trataban como si fuese de algodón, todo porque yo no jugaba y no hablaba. Solo escuchaba, escuchaba. Observaba. Las personas se desesperan con mi sola presencia, ser un silencio implica que ellos se escuchen y ahí viene la alteración.

Lo que ellos no imaginan es que, desde mi llegada a este mundo, los observo. Conozco sus pasos, los pensamientos que esconden. Esos son los más entretenidos porque los guardan bajo un disfraz, a veces de “dandi”. Hasta la supuesta demencia de mi abuela que no es tal; la conozco.

Cuando vieron que era diferente al resto de los niños me apartaron de la abuela, por temor a que aprendiera de sus silencios y palabras verticales, que caían sobre las cabezas de los que juegan a “Siempre Sé”.

Matriarca eso era mi madre desde antes que mi padre falleciera. Ese es el rol que a ella le gusta, esa es su condena.

Yo Hernán, soy como una pompa de jabón. Si intentan tomarme, exploto en sus rostros salpicándoles. Mi casa, en realidad la casa familiar, es inmensa, llena de ventanales donde se esconden los atardeceres. Estamos al sur del mundo en una ciudad sureña, ósea al sur, del sur.

Siempre me escapo de esta casa, porque mi casa es única. De mis últimas escapadas con la abuela, me escondieron. Fuimos a comprar juguetes para la navidad de los niños abandonados que hay en un hogar, en las afueras de esta sureña ciudad.

Momento… viene la locomotora. Cierro mis ojos y puedo verla, es inmensa imponente, como un dragón de metal expele su vapor y tiñe el campo con su ruido. Estos son momentos de felicidad, porque sé ahí vienen mis revistas y libros. Eso es algo que la matriarca dejó pasar.

Bueno, volviendo a lo que estaba. Antes de navidad, visitábamos a los niños del hogar. Ellos nos esperaban felices, muy arregladitos y bañados. Yo viví una de las mentiras más agradables que he tenido. Era el viejo pascuero.

Nunca la familia se enteró, porque su tradición católica le permite dar las migajas a través de la caridad elegante de algún té.

Nunca escuchaba mi nombre, de alguna manera se las ingeniaban y me hablaban poco, sin tener que mencionar mi nombre. Entonces, muchas veces no sabía cómo me llamaba. No tenía nombre.

Todos los viernes en la mañana, al salir el sol, yo debía vestirme formal, excepto por mi yóquey, el cual jamás lograron quitarme. Me tapaba los ojos. Así, ellos no me veían y yo tampoco. Los conocía. Hay conocidos sin fragancias, sin colores sin laberintos.

Mi madre, siempre a mi lado; compraba flores en unos de los negocios a la salida o entrada del cementerio; recién descubro que es la misma puerta para entrar y salir de la muerte. Yo, como casi siempre, mirando hacia abajo gracias a mi yóquey. Aun así, eso no evitó que viera las delicadas manos blancas que le pasaban el ramo de Alstroemerias, Margaritas, Anémonas. A partir de esa visión, cambió completamente mi ida al cementerio los viernes por las mañanas. Mi madre compraba flores que había en variedad y abundancias en los jardines de nuestra casa; no entiendo.

Será que algún dios decidió escuchar mi nombre y me mando esta sinfonía.

Jamás me soltó esa visión de manos delicadas, etéreas, blancas; sentí deseos de llenarlas de ramos de flores, de besarla como no he basado a nadie, a nada. A partir de ahí, todo lo que creía conocer no era, me desconocía. Mi cuerpo hablaba, cantaba y la buscaba. Yo, solo conocía sus manos.

Sus manos se hicieron voz y acompañaron mis silencios, se llenó de manos. Manos.

Sus manos partían mi pan, lo trozaban y a mi boca; era alimentado por ella. Bebía como un pequeño pájaro de la cuenca de sus manos.

Sus manos acariciaban mi cabeza y me volvía lo que no era o era. Un animal domesticado.

Sus blancas manos recorrían el universo de mi desconocido cuerpo. Fui otro, fui Yo.

Me tape de actividades inútiles, como una forma de acortar los días y que fuera viernes en la mañana. Los viernes en la mañana yo vivía, ella existía.

Ese viernes, mi cuerpo era risa. Llegamos al fin; con horror vemos el local sin el aroma y color de las flores, solo graderías vacías. Todo vació, ella no estaba.

Mi madre hizo uno de sus gestos de molestia e indiferencia, y compró otro tipo de flores en el local de al lado, ahí me enteré de su nombre. Yo bajo mi yóquey, reía, reía; Elena, Elena, Elena. Así, mi nombre volvió a mí Hernán, Hernán, Hernán.

Escuché que la florista dijo: Elena no pudo abrir, está acompañando en el funeral de uno de sus amigos, los del hogar. Eso fue como un latigazo a mi espalda, cuántas veces en lo clandestino de mi viejo pascuero estuve ahí.

Elena era como esas flores silvestres del campo, libres bellas; no necesitan un padre, una madre. Ella es padre, madre.

Quise correr a su encuentro, acompañarla; no lo hice. Habría horrorizado a mi madre. Posiblemente me hubieran internado con uno de esos estados que ellos no quieren aceptar.

Recurrí a mi fortaleza, la paciencia. Ahora sé de dónde es, y no es.

Empecé a planificar mis salidas, huidas. Mis impulsos desconocidos de búsqueda, de mirarla, escucharla. Eran latidos que me ensordecían. Elena… Elena…

Continuará…